«Soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que se mueven las estrellas.»
Herman Hesse, El lobo estepario
Vivir los años como cursos conduce a relaciones extrañas con el tiempo. La magia de los comienzos se diluye en su mecánica repetición: las mismas formas, las mismas dudas, los mismos procesos que garantizan su continuidad. Solo en ocasiones aparece un gesto, una sonrisa, una timidez imprevista que desata la grandeza del universo que nace.
Resulta fascinante recorrer —con la melancolía de la retrospectiva— esos «pequeños grandes» universos: cada tutoría, cada encuentro, cada dibujo. Se construyen con la incertidumbre y lo inesperado, con las recomendaciones y las discusiones, con el entusiasmo y la ausencia. Se atesoran como los libros —propios y prestados— más queridos de la biblioteca.
Y más allá de los vestigios conservados en carpetas, la mayor riqueza es la propia vivencia, lo que ha permitido alejarse de las pautas y los presentimientos; lo que ha permitido descubrir, aprender y compartir juntos; lo que hace cada universo único e irrepetible. Ahora llega la emoción del final, donde se mezcla la alegría festiva del triunfo con la amargura de las despedidas.
La belleza de ese universo, creado y perdido, permanece intacta, mientras el tiempo, con su extrañeza, sigue su curso. Como un sueño, como un suspiro, se desvanece... o permanece, como esa canción imborrable en la memoria, tan hermosa y sincera que sigue sonando eternamente, acompañando hasta un nuevo comienzo.