La High Line supone el encuentro con la ciudad de los años 30 —década en la que se construyó la línea aérea de ferrocarril para evitar la peligrosidad de compartir la calle con los peatones— y el Nueva York del siglo XXI, cuando las vías —en desuso desde 1980— fueron reclamadas por los ciudadanos.
Es el encuentro con un trabajo magistral a todas las escalas de proyecto, tanto materiales como inmateriales: desde el planteamiento general desarrollado por un equipo interdisciplinar encabezado por James Corner Field Operations y Diller Scofidio + Renfro, hasta la identidad gráfica concebida por Paula Scher y Pentagram.
Sin embargo, más allá de los nombres propios, la High Line destaca por la contribución anónima de numerosos ciudanos que evitaron la demolición de las vías, promovieron su recuperación como espacio público y participaron activamente en la definición del nuevo parque.
Quizá, por todas esas razones, cuando se visita al atardecer, la impresión se aleja mucho de la soledad de otras arquitecturas contemporáneas. Sobre las calles se ha generado un ambiente vivo y acogedor, dónde se puede pasear, tomar algo o disfrutar de diferentes actividades. Su mejor enseñanza es convertir la historia de la ciudad en patrimonio vivo para el futuro.
Imagen: Joel Sternfeld, A Peach Tree. High Line (2000)