¿Qué tienen en común Jesús de la Sota y Eduardo Chillida? ¿Y José Luis Sánchez y Manuel Suárez Molezún? La respuesta a estas preguntas se revela complicada, salvo que uno conozca de antemano el dato que los aproxima: todos ellos fueron colaboradores indispensables en dos célebres pabellones españoles, el diseñado por José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para Bruselas (1958) y el proyectado por Javier Carvajal para Nueva York (1964).
Si a los cuatro personajes anteriores añadimos otros cinco más –Francisco Farreras, Amadeo Gabino, Joaquín Vaquero Turcios, José María de Labra y Jorge Oteiza–, la tarea de establecer paralelismos entre las distintas biografías se vuelve todavía más compleja, dado que no todos comparten idéntica valoración, relevancia y reconocimiento, tanto a nivel nacional como internacional. De nuevo, nos encontramos ante el elemento común y fundamental: su participación en la creación de notables realizaciones que actuaron como imagen del país en exposiciones de gran envergadura. Tanto en Bruselas como Nueva York, los dos pabellones se entendieron como ejemplos de la recuperación moderna que se estaba llevando a cabo en la arquitectura española, pero al mismo tiempo se convirtieron en paradigmas, no sólo por el trabajo en todas las escalas del proyecto, sino también por la integración de las artes, pues la labor de los arquitectos se acompañaba de un importante equipo de creadores que contribuían a generar una «obra total», desde el diseño del ambiente hasta la implantación urbana. Destacados artistas del momento, junto a nombres más desconocidos como Jesús de la Sota –hermano del arquitecto Alejandro de la Sota–, conformaron un equipo ejecutivo que, trabajando en estrecha colaboración con Carvajal, Corrales y Molezún, se encargaron del montaje expositivo y de sublimar el espacio, haciendo de los pabellones auténticos experimentos espaciales de la modernidad.
Si a los cuatro personajes anteriores añadimos otros cinco más –Francisco Farreras, Amadeo Gabino, Joaquín Vaquero Turcios, José María de Labra y Jorge Oteiza–, la tarea de establecer paralelismos entre las distintas biografías se vuelve todavía más compleja, dado que no todos comparten idéntica valoración, relevancia y reconocimiento, tanto a nivel nacional como internacional. De nuevo, nos encontramos ante el elemento común y fundamental: su participación en la creación de notables realizaciones que actuaron como imagen del país en exposiciones de gran envergadura. Tanto en Bruselas como Nueva York, los dos pabellones se entendieron como ejemplos de la recuperación moderna que se estaba llevando a cabo en la arquitectura española, pero al mismo tiempo se convirtieron en paradigmas, no sólo por el trabajo en todas las escalas del proyecto, sino también por la integración de las artes, pues la labor de los arquitectos se acompañaba de un importante equipo de creadores que contribuían a generar una «obra total», desde el diseño del ambiente hasta la implantación urbana. Destacados artistas del momento, junto a nombres más desconocidos como Jesús de la Sota –hermano del arquitecto Alejandro de la Sota–, conformaron un equipo ejecutivo que, trabajando en estrecha colaboración con Carvajal, Corrales y Molezún, se encargaron del montaje expositivo y de sublimar el espacio, haciendo de los pabellones auténticos experimentos espaciales de la modernidad.
El IX Congreso Internacional Historia de la Arquitectura Moderna Española, celebrado en la Escuela de Arquitectura de Navarra, llevó por título «La Arquitectura Española y las Exposiciones Internacionales (1925-1975)». Junto a Silvia Blanco y bajo el título «De piezas pequeñas hicieron arquitectura. Diseño e integración de las artes en los pabellones españoles de las Exposiciones Universales de 1958 y 1964», analizamos la vertiente más desconocida de dos pabellones concretos, planteando una reflexión sobre la evolución en la trayectoria de sus participantes, muchos de los cuales trasladaron a la arquitectura efímera de las exposiciones las indagaciones que estaban realizando al mismo tiempo en España.
Los pabellones de Nueva York y Bruselas se convirtieron en eventos especialmente relevantes en la historia de la arquitectura moderna española. Su trascendencia radica no sólo en la importancia de las obras artísticas, sino también en los efectos que se derivaron de su incorporación a la escala edificatoria. El binomio arte-arquitectura contribuye a generar la identidad del pabellón, desde el diseño gráfico o del mobiliario hasta la presencia urbana. Los autores, respetuosos y discretos, resolvieron los problemas desde una óptica común: escultor-diseñador-arquitecto, poniendo en evidencia cómo, a través de mínimas intervenciones, de pequeñas piezas, se puede transformar toda la realidad.
Imagen: Francisco Farreras nos facilitó una imagen de su mural en el restaurante del pabellón español de 1964.