Para Le Corbusier, los rascacielos de Nueva York eran demasiado pequeños. —No son bastante grandes —dijo, respondiendo a los periodistas que lo entrevistaron en el MoMA, a las pocas horas de su llegada a los Estados Unidos en 1935. Sorprendidos por la observación, atenderán a la explicación del arquitecto, desarrollada más tarde en su libro Cuando las catedrales eran blancas.
El edificio Fuller (Daniel H. Burnham & Company, 1901-1903) no fue el rascacielos más alto de su tiempo —hoy cuesta aún más imaginarlo como un gigante—, pero se convirtió en singular más allá de su cota y de su forma, esa peculiar geometría en planta generada por la trama viaria que le otorga su apodo eterno.
Al descender por la 5ª avenida se aparece como un perfecto final, remarcando su condición de hito en el vacío que genera el inmediato Madison Square Park. Sin embargo y, a pesar de sus 21 plantas, se aleja de cualquier impresión dominante, a diferencia de muchos de sus compañeros en las alturas.
La corrección, la sencillez y la claridad con la que se ofrece a la ciudad lo convierte en una pieza única. El solar triangular se multiplica puro y exacto hasta un límite decidido por la cornisa. Una piel abstracta —trama regular tridimensional— rodea todo el fuste.
Resulta curioso que sea la unicidad, lo irrepetible, lo aislado... lo que establezca el modelo y referencia para los futuros edificios genuinos de la ciudad. Para los auténticos —bajos y tímidos— rascacielos de Nueva York.
Imagen: Nancy L. Stockdale, The Flatiron in Winter-Detail (2010)
No estoy muy seguro de que esto venga a cuento, pero recientemente un amigo me envió este interesante artículo:
http://elpais.com/diario/2011/11/24/opinion/1322089204_850215.html
¡Viene muy bien a cuento! ¡Gracias Xulio! Un abrazo.