El vacío no es nada, sino la matriz del espacio. No se define más que por lo que excluye e ignora. La acción del escultor consiste precisamente en sustituir la neutralidad por el empleo de un material y la proyección de una forma.
El vacio excavado surge al extraer la materia del interior. Eduardo Chillida desarrolla su investigación sobre el vacío a partir del año 1965 con una serie de piezas en alabastro como Mendi-Huts, la montaña vacía. Entre ellas destaca un grupo titulado significativamente Elogio de la arquitectura. El alabastro es un material de gran antigüedad, los sumerios ya lo empleaban hace más de 5.000 años. Sin embargo, la escultura moderna apenas lo había utilizado, con las excepciones de Constantin Brancusi y Bárbara Hepworth. El alabastro reacciona de un modo muy peculiar ante la luz; se deja penetrar por ella y nos la devuelve turbia y lechosa, como si irradiara desde dentro de la materia.
En el bloque de alabastro Chillida incrusta huecos de formas cúbicas o prismáticas y talla pequeños laberintos de cámaras y galerías. Después trasladará estas oquedades a otros materiales, como el hierro o la piedra. En sus terracotas, las compactas lurras, el vacío se reduce a un mínimo pero poderoso espacio intersticial, como el que queda entre los dedos del puño cerrado. Pero el vacío excavado no existirá plenamente hasta que no pueda ser percibido desde su interior, habitado por el espectador. La serie tenía que haber culminado en la idea de alojar en el corazón de la montaña sagrada de Tindaya en Fuerteventura, un gran vacío cúbico, como una gigantesca cripta de 50 metros de altura: “Medí Santa Sofía, y aunque la cúpula tiene 32 metros, luego, con las pechinas, se va a 50. El Panteón mide lo mismo. Quizá cien metros es una medida inhumana y cincuenta es el límite de lo humano.”
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