La noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989, la ciudad de Berlín ganó un nuevo barrio. Un barrio situado en el corazón de la ciudad pero diferente a cualquier otro: sin calles, sin edificios, sin árboles... Desde esa noche el barrio se ha ido transformando intentando alejarse de su condición inicial de límite, de frontera.
Karl Schlögel, en su ensayo sobre historia de la civilización y geopolítica cuyo título En el espacio leemos el tiempo me ha fascinado desde la primera vez que lo ví, describe el muro de Berlín como "la perfecta ejecución de una frontera perfecta" y explica: "Transgedirla, aun cuando se intentaba en mitad de una ciudad, era mortífero; se disparaba como a un conejo en campo abierto o a un fugitivo en campo de concentración. El muro discurría bajo tierra atravesando por medio túneles de metro, conducciones y alcantarillas, por tierra atravesando calles, edificios y cementerios, sobre la tierra atravesando un cielo en el que también había pasillos."
Esta semana, cuando se han conmemorado los veinte años de la caída del muro, he leído en la prensa que varios fragmentos fueron regalados o vendidos, y hoy se pueden encontrar dispersos por toda la geografía mundial. Irónico epitafio para aquella frontera perefecta.
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